La antigua
ciudadela de Arg-é Bam ha sido durante milenios la construcción de
adobe más grande del mundo. Sus orígenes se remontan al periodo
aqueménida cuando era una parada imprescindible en las rutas
comerciales de la región (ruta de la seda incluida) alrededor del
siglo V antes de Cristo. Decenas de miles de personas vivían
protegidas por la magnífica muralla de más de dos kilómetros, las
más de sesenta torres de la ciudadela y la fortaleza situada en la
sección más alta de la ciudad. Pozos de agua, huertos y ganado
garantizaban que sus habitantes pudieran resistir los asedios durante
largos periodos.
Inexpugnable a
lo largo de la historia, la ciudad sucumbió el día después de
Navidad de hace apenas un decenio. Lo que el hombre fue incapaz de
destruir, la naturaleza lo reclamó para sí misma. Polvo eres y en
polvo te convertirás. La profecía bíblica se materializó en la
ciudad de tierra, que volvió a sumirse en el desierto del que nació.
El terrible terremoto de 2003 destruyó el ochenta por ciento de la
ciudadela y mató a más de un cuarto de la población de Bam (más
de 26.000 personas murieron y 30.000 resultaron heridas). En la
actualidad, tanto Bam, como Arg-é Bam se recobran pacientemente,
pero es probable que nunca se recuperen por completo.
El calor extremo del día nos tuvo a resguardo en la sombra, respirando con la boca abierta, como peces sacados del agua. Visitamos Arg-é Bam al caer la tarde. En esa hora, los rayos del sol caen oblicuos sobre la ciudadela y la luz tenue y dorada realza aún más el color azafrán de la ciudad de tierra. Ni una brizna de aire levantado, el mundo parecía detenido, mudo completamente, salvo por el sonido del ladrido de algún perro lejano. La ciudad, silenciosa, se alza de forma orgánica de la misma tierra del desierto de la que está formada. No se puede decir dónde acaba el mundo, y dónde empieza la obra del hombre. Los muros, las torres, pasillos, cúpulas… todo en Arg-é Bam está arrancado de la misma tierra. Paseamos en silencio, por las calles, el bazar, las casas y los caravanserai, los antiguos albergues para las caravanas de la ruta de la seda. Antaño rebosante de vida, calmada y silenciosa ahora. Apenas una familia de visitantes iraní y el guardián del recinto recorrían ahora sus calles.
Aunque no
vimos a nadie allí, la reconstrucción sigue su lento proceso usando
las mismas técnicas manuales y los mismos materiales, haciendo
ladrillos de tierra sin cocer, paja y hojas de palmera. A veces el
ladrillo queda a la vista, siendo a la vez material de construcción
y de ornamento. Otra, una capa de arcilla cubre la estructura dándole
esa textura térrea, casi artificial, como de casa de fantasía, de
las construcciones de barro.
Pasarán
muchos años antes de que vuelva a su antiguo estado, pero aún así
la ciudadela sigue brillando y deslumbrando a quién se decida a
visitarla y encuentre este recodo del mundo, que nos recuerda que a
pesar de que todo es pasajero e imperdurable, siempre nos podemos
volver a poner de pie y enfrentar el infortunio.