viernes, 15 de febrero de 2013

Bali: la excursión en moto


Viví muy buenas experiencias en Bali, y una de las que guardo mejor recuerdo, fue el día que me armé de un mosquito-motocicleta y me lancé a recorrer media isla. A pesar de ser un aprensivo con lo que respecta a la seguridad (llegando al extremo maniaco compulsivo en seguridad vial) no hay nada comparado con la libertad de ir donde uno quiere a lomos de un Pegaso motorizado, sin horarios ni rutas fijas. El perderse amablemente por los arrozales recibiendo en la cara la brisa cargada del dulce olor del arroz maduro… es algo que no se puede sentir desde la seguridad del interior de un coche. La liberación que supone el poder detenerse a conversar con gente allá donde no hay ninguna marca en el mapa de las guías de viaje ni para ningún autobús, sencillamente no tiene precio.

Teniendo en cuenta que yo nunca había cogido una moto antes de ir a Bali, fue una proeza considerable. Si además os digo que lo hice apenas con un tosco mapa dibujado en un trozo de papel y cuatro palabras de indonesio, entonces la odisea adquiere ya tintes homéricos. Mi vocabulario de náufrago sobre ruedas constó apenas de cuatro palabras:

- di mana? (¿dónde?)
- kirring (recto)
- kiri (izquierda)
- kanan (derecha)

El primer kilómetro con la moto fue tan torpe y tambaleante como los primeros pasos de un cervatillo que estira las piernas por primera vez. Me detuve antes de salir de la ciudad para armarme del combustible vendido por una amable señora en botellas de Absolut Vodka junto al arcén. Aproveché para preguntarle por la dirección que debía seguir, y me lancé a la búsqueda del primer pueblo de mi itinerario. Siguiendo su “Kirring, kirring, kanan” (recto, recto, derecha) dejé Ubud, y me adentré en el terciopelo de brillante verde esmeralda que es el campo balinés. 

Una "gasolinera" balinesa

Fue el primer día que vi el campo en todo su esplendor: campos interminables de arroz protegidos por espantapájaros y cometas, frondosos bosques de bambú en los que se adentraba el camino, templos de roca volcánica con pequeños monos jugueteando en sus muros... todo ello salpicado con pequeños poblados aquí y allá donde los campesinos viven como antaño, siguiendo los ritmos del campo y ajenos a Kuta o las recomendaciones de la Lonely Planet.

La selva esconde sorpresas

En uno de estos pueblos me detuve para visitar el mercado y me armé de una buena provisión de ofrendas que poner en mi moto a modo de protección. “¡Haces como nosotros!” aprobó un anciano, a la vez que me sonreía entornando los ojos. Conversé con él un par de minutos (todo lo que me permitía mi vocabulario de indonesio) y me despedí con un sonoro “Sampai jumpa!”. Comprar varias ofrendas demostró ser muy buena idea, pues en varias ocasiones, tras detener la motocicleta, pude comprobar como la caja con las flores y la galleta destinada a los dioses se había volado por el camino. ¡No quiero ni pensar qué me podría haber ocurrido de no tener una ofrenda protectora de repuesto!

Seguridad vial balinesa

Una curiosidad de Bali es que las carreteras que cruzan la isla son todas de Norte a Sur. Los pliegues en la orografía hacen casi imposible hacer carreteras que no sigan las laderas de los volcanes que arrugan la superficie de la isla. Por ello, un desplazamiento Este-Oeste que pueda parecer corto en un principio, es posible que simplemente no pueda realizarse si no es yendo hasta la costa (o la caldera del volcán) y volver siguiendo otra carretera que discurre prácticamente en paralelo a la original.

¿Este-Oeste? No way!

El día pasó fantásticamente visitando templos en medio de la jungla como sacados de una película, volcanes donde las calderas de magma habían sido sustituidas por la superficie estañada de un lago y poblados tradicionales con gente sencilla y de risa fácil.

Apuré demasiado el día para ir a Gianyar, famoso por tener uno de los mercados nocturnos más famosos de Bali y el mejor babi guling de la isla. No sólo la comida es fabulosa en los mercados nocturnos, sino que pasearse por semejante hormiguero de puestos ambulantes es un espectáculo fascinante en sí mismo. Los puestos de ofrendas se mezclan con los puestos de bakso (fideos con albóndigas) de dueños musulmanes, las brasas donde se asan los pinchos de carne (que después se sazonarán con salsa sambal picante y saté de cacahuete), el plátano frito, las verduras al vapor... es como atravesar un huracán de olores, especias y sensaciones. Uno se siente casi obligado a parar en cada esquina a comprar un pinchito ahora, un CD de música luego o un popular postre llamado es campur (“hielo mezclado”). El es campur consiste en hielo rayado con gominolas, tiras de coco y sirope o caramelo. Desde luego, no es un postre apto para diabéticos.

Realmente apuré mucho el día, porque me dejé llevar por esta sinfonía para los sentidos que es el mercado nocturno, hasta bien pasada la puesta del sol.

Puesto tradicional de comida, Gianyar.


A pesar de la oscuridad de la carretera y del endiablado tráfico que no había sufrido de día, de alguna forma conseguí volver hasta Ubud. Lo pude hacer gracias al sentido de la orientación y, sobre todo, la intuición: acerté en imaginar en las bifurcaciones que aquel ramal que lleva más tráfico es el que se dirige a la ciudad más importante.

Cuando me disponía a cruzar los arrozales para llegar a mi pequeño bungalow, me di cuenta que había olvidado la linterna. Así como perderme por la isla me permitió descubrir lugares y personas que de otra forma nunca habría llegado a conocer, el olvido de la linterna me permitió ver el espectáculo del baile de luciérnagas que se coreografió a mi alrededor. Nunca las contrariedades tuvieron mejores recompensas como ese día en Bali.

Mi dulce monita Sinta roncaba suavemente en su rama cuando crucé el jardín camino de la cama. “Ahora sí” - pensé. “Ahora que he mirado a Bali a los ojos, creo que estoy listo para marchar”. Esa noche decidí marchar hacia Komodo.