Viví
muy buenas experiencias en Bali, y una de las que guardo mejor recuerdo, fue el día que me armé de un mosquito-motocicleta y me
lancé a recorrer media isla. A pesar de ser un aprensivo con lo que
respecta a la seguridad (llegando al extremo maniaco compulsivo en
seguridad vial) no hay nada comparado con la libertad de ir donde uno
quiere a lomos de un Pegaso motorizado, sin horarios ni rutas fijas.
El perderse amablemente por los arrozales recibiendo en la cara la
brisa cargada del dulce olor del arroz maduro… es algo que no se
puede sentir desde la seguridad del interior de un coche. La
liberación que supone el poder detenerse a conversar con gente allá
donde no hay ninguna marca en el mapa de las guías de viaje ni para
ningún autobús, sencillamente no tiene precio.
Teniendo
en cuenta que yo nunca había cogido una moto antes de ir a Bali, fue
una proeza considerable. Si además os digo que lo hice apenas con un
tosco mapa dibujado en un trozo de papel y cuatro palabras de
indonesio, entonces la odisea adquiere ya tintes homéricos. Mi
vocabulario de náufrago sobre ruedas constó apenas de cuatro
palabras:
-
di
mana?
(¿dónde?)
-
kirring
(recto)
-
kiri
(izquierda)
-
kanan
(derecha)
El
primer kilómetro con la moto fue tan torpe y tambaleante como los
primeros pasos de un cervatillo que estira las piernas por primera
vez. Me detuve antes de salir de la ciudad para armarme del
combustible vendido por una amable señora en botellas de Absolut
Vodka junto al arcén. Aproveché para preguntarle por la dirección
que debía seguir, y me lancé a la búsqueda del primer pueblo de mi
itinerario. Siguiendo su “Kirring,
kirring, kanan”
(recto, recto, derecha) dejé Ubud, y me adentré en el terciopelo de
brillante verde esmeralda que es el campo balinés.
Una "gasolinera" balinesa |
Fue el primer día
que vi el campo en todo su esplendor: campos interminables de arroz
protegidos por espantapájaros y cometas, frondosos bosques de bambú
en los que se adentraba el camino, templos de roca volcánica con
pequeños monos jugueteando en sus muros... todo ello salpicado con
pequeños poblados aquí y allá donde los campesinos viven como
antaño, siguiendo los ritmos del campo y ajenos a Kuta o las
recomendaciones de la Lonely Planet.
La selva esconde sorpresas |
En
uno de estos pueblos me detuve para visitar el mercado y me armé de
una buena provisión de ofrendas que poner en mi moto a modo de
protección. “¡Haces
como nosotros!”
aprobó un anciano, a la vez que me sonreía entornando los ojos.
Conversé con él un par de minutos (todo lo que me permitía mi
vocabulario de indonesio) y me despedí con un sonoro “Sampai
jumpa!”.
Comprar varias ofrendas demostró ser muy buena idea, pues en varias
ocasiones, tras detener la motocicleta, pude comprobar como la caja con las flores y la galleta destinada a los dioses se
había volado por el camino. ¡No quiero ni pensar qué me podría
haber ocurrido de no tener una ofrenda protectora de repuesto!
Seguridad vial balinesa |
Una
curiosidad de Bali es que las carreteras que cruzan la isla son todas
de Norte a Sur. Los pliegues en la orografía hacen casi imposible
hacer carreteras que no sigan las laderas de los volcanes que arrugan
la superficie de la isla. Por ello, un desplazamiento Este-Oeste que pueda parecer corto en un
principio, es posible que simplemente no
pueda realizarse si no es yendo hasta la costa (o la caldera del
volcán) y volver siguiendo otra carretera que discurre prácticamente
en paralelo a la original.
¿Este-Oeste? No way! |
El
día pasó fantásticamente visitando templos en medio de la jungla
como sacados de una película, volcanes donde las calderas de magma
habían sido sustituidas por la superficie estañada de un lago y
poblados tradicionales con gente sencilla y de risa fácil.
Apuré
demasiado el día para ir a Gianyar,
famoso por tener uno de los mercados nocturnos más famosos de Bali y
el mejor babi
guling
de la isla. No sólo la comida es fabulosa en los mercados nocturnos,
sino que pasearse por semejante hormiguero de puestos ambulantes es
un espectáculo fascinante en sí mismo. Los puestos de ofrendas se
mezclan con los puestos de bakso
(fideos con albóndigas) de dueños musulmanes, las brasas donde se
asan los pinchos de carne (que después se sazonarán con salsa sambal
picante y saté
de cacahuete), el plátano frito, las verduras al vapor... es como
atravesar un huracán de olores, especias y sensaciones. Uno se
siente casi obligado a parar en cada esquina a comprar un pinchito
ahora, un CD de música luego o un popular postre llamado es
campur
(“hielo mezclado”). El es campur consiste en hielo rayado con gominolas,
tiras de coco y sirope o caramelo. Desde luego, no es un postre apto para diabéticos.
Realmente
apuré mucho el día, porque me dejé llevar por esta sinfonía para
los sentidos que es el mercado nocturno, hasta bien pasada la puesta
del sol.
Puesto tradicional de comida, Gianyar. |
A pesar de la
oscuridad de la carretera y del endiablado tráfico que no había
sufrido de día, de alguna forma conseguí volver hasta Ubud. Lo pude hacer gracias
al sentido de la orientación y, sobre todo, la intuición: acerté
en imaginar en las bifurcaciones que aquel ramal que lleva más
tráfico es el que se dirige a la ciudad más importante.
Cuando me disponía a cruzar los arrozales para llegar a mi pequeño bungalow,
me di cuenta que había olvidado la linterna. Así como perderme por
la isla me permitió descubrir lugares y personas que de otra forma
nunca habría llegado a conocer, el olvido de la linterna me permitió
ver el espectáculo del baile de luciérnagas que se coreografió a
mi alrededor. Nunca las contrariedades tuvieron mejores recompensas
como ese día en Bali.
Mi dulce
monita Sinta roncaba suavemente en su rama cuando crucé el jardín
camino de la cama. “Ahora sí” - pensé. “Ahora que he mirado a
Bali a los ojos, creo que estoy listo para marchar”. Esa noche
decidí marchar hacia Komodo.