He de
reconocer que no soy apasionado de la arquitectura turca. Las
mezquitas turcas no me resultan excitantes; carentes de la belleza
geométrica de las marroquíes, la proporción egipcia o la serenidad
y grandiosidad iraníes.
Sin embargo,
Hagia Sophia es, sin lugar a dudas, el lugar más sobrecogedor de
Estambul. Me contenté los primeros días simplemente viéndola desde
el exterior, disfrutando, reservándola, como quien le da vueltas al
trozo de pastel en el plato antes de decidir a probarlo. También
estaba planeando cuándo sería el mejor momento para visitarla.
Hasta en dos ocasiones llegué a la puerta y no me decidí a entrar.
En la primera, me aseguré de ir de buena mañana. Sin embargo las
largas colas de turistas ruidosos que salían como una estampida de
búfalos cruzando el Serengueti, me auguraron un visita más bien
poco contemplativa. La segunda vez, la luz, mortecina y grisácea en
aquella tarde, me hacía imaginar el interior triste y apagado.
Así que seguí
paseando hasta conocer Estambul en el exterior, y así decidir cuando
visitar su corazón por dentro.
Finalmente me
adentré en una clara tarde, para coincidir con la tranquilidad del
cierre de las puertas y la luz dorada que calculé en su mejor
momento alrededor de las seis de la tarde.
La primera vez
que estuve en Hagia Sophia (Santa Sabiduría, en griego), recuerdo
haber pensado que algún día volvería para poder verla con
tranquilidad. Y esta vez, no me faltó. Lo primero que impresiona de
Hagia Sophia son sus dimensiones. Grandiosos pórticos y corredores dan
entrada a la nave principal. Uno se siente empequeñecido ante la
fabulosa dimensión de los techos y las puertas o el grosor de los
muros. En cierta manera es como volver a la infancia: o nos hemos
encogido nosotros o es que el mundo ha crecido.
Al cruzar la
entrada, llegamos a la gran nave central. Es bella más allá de lo
que es, de lo que no es. El desahogo, el inmenso vacío que proyectan
los muros y la gran bóveda en ese gran espacio diáfano. Las paredes
desconchadas y los mosaicos incompletos, te ayudan a volver situarte
en su origen, la gran iglesia romana levantada hace diecisiete
siglos. Aquí se muestra el estilo bizantino en su máximo esplendor:
las cúpulas arracimadas, los iconos de mosaicos dorados o las
grandes figuras aladas de ángeles que rodean la cúpula en su
interior. Sobre la iglesia, los recuerdos de uso como mezquita: los
grandes medallones instalados por el sultán Abdülmecid o el mihrab
que rompe la simetría ortogonal del resto del edificio para poder
orientarse hacia la Meca dentro de un edificio que no lo está.
La mayoría de la gente que había se fue marchando y quedamos unos pocos
afortunados tras el cierre de las puertas, disfrutando del momento en
que la luz dorada del atardecer comienza su recorrido final, lamiendo
las paredes de forma cada vez más oblicua. El gran espacio se sume
en las sombras solamente rotas por estos estandartes de luz y el
tenue brillo de las miles de candelas de las grandes lámparas que,
traídas del saqueo de Budapest, cuelgan ahora de lo alto de la gran
bóveda.
Es en esos
momentos de penumbra y silencio cuando te puedes sentar en el suelo,
sentir como tus pensamientos se desvanecen y simplemente vivir el
momento presente, en paz.
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