domingo, 14 de octubre de 2012

Kapadokya



Goreme recibe al viajero como la mayoría de centros turísticos de primer nivel: mucha infraestructura turística y ambiente combinado de mochileros y tours turísticos. Tiene esa atmósfera de gran escenario y a la vez de estación de servicio donde encontrar todo lo que el viajero necesita antes de un día vagabundeando. Es el mismo ambiente que se respira en Siem Reap, Wadi Musa o Luang Prabang. Restaurantes, hoteles, acceso a Internet, agencias de viajes, alquiler de caballos, quads y las omnipresentes ofertas de viaje en globo por Kapadokya.







Decido ver Kapadokya desde tierra (“oh! pecado! No vas a hacer el viaje en globo?”). Cierto es que debe ser bonito verlo desde el aire, pero me parece que hace tiempo se pasaron del límite de lo razonablemente caro, a lo exageradamente ridículo. Por el precio de una hora en globo con 20 desconocidos me pasé dos días buceando en Komodo (barco, comidas y dragones incluidos).








Escojo visitarla en una moto alquilada, y es que Kapadokya no es un parque, es toda una región salpicada de pequeños pueblos, donde los locales intentan seguir sus vidas dedicadas a la agricultura. Los grupos de turistas se limitan a visitar los lugares marcados como “interesantes” que en realidad es donde están todas las tiendas de souvenirs o son meros recintos vallados donde cobran por entrar.





Fuera de los lugares más populares, se puede pasear tranquilamente por los valles, mágicos, multicolores y de formas caprichosas, prácticamente en soledad. Hay muchas casas abandonadas, excavadas en la roca, testigos mudos de un pasado en el que los habitantes de esta región vivían en cuevas y ciudades subterráneas para protegerse de otros hombres. Pienso en la paradoja de que el hombre debe ser, probablemente, el único animal que es el mayor enemigo de sí mismo.

miércoles, 3 de octubre de 2012

Hagia Sophia


He de reconocer que no soy apasionado de la arquitectura turca. Las mezquitas turcas no me resultan excitantes; carentes de la belleza geométrica de las marroquíes, la proporción egipcia o la serenidad y grandiosidad iraníes.

Sin embargo, Hagia Sophia es, sin lugar a dudas, el lugar más sobrecogedor de Estambul. Me contenté los primeros días simplemente viéndola desde el exterior, disfrutando, reservándola, como quien le da vueltas al trozo de pastel en el plato antes de decidir a probarlo. También estaba planeando cuándo sería el mejor momento para visitarla. Hasta en dos ocasiones llegué a la puerta y no me decidí a entrar. En la primera, me aseguré de ir de buena mañana. Sin embargo las largas colas de turistas ruidosos que salían como una estampida de búfalos cruzando el Serengueti, me auguraron un visita más bien poco contemplativa. La segunda vez, la luz, mortecina y grisácea en aquella tarde, me hacía imaginar el interior triste y apagado.



Así que seguí paseando hasta conocer Estambul en el exterior, y así decidir cuando visitar su corazón por dentro.

Finalmente me adentré en una clara tarde, para coincidir con la tranquilidad del cierre de las puertas y la luz dorada que calculé en su mejor momento alrededor de las seis de la tarde.

La primera vez que estuve en Hagia Sophia (Santa Sabiduría, en griego), recuerdo haber pensado que algún día volvería para poder verla con tranquilidad. Y esta vez, no me faltó. Lo primero que impresiona de Hagia Sophia son sus dimensiones. Grandiosos pórticos y corredores dan entrada a la nave principal. Uno se siente empequeñecido ante la fabulosa dimensión de los techos y las puertas o el grosor de los muros. En cierta manera es como volver a la infancia: o nos hemos encogido nosotros o es que el mundo ha crecido.



Al cruzar la entrada, llegamos a la gran nave central. Es bella más allá de lo que es, de lo que no es. El desahogo, el inmenso vacío que proyectan los muros y la gran bóveda en ese gran espacio diáfano. Las paredes desconchadas y los mosaicos incompletos, te ayudan a volver situarte en su origen, la gran iglesia romana levantada hace diecisiete siglos. Aquí se muestra el estilo bizantino en su máximo esplendor: las cúpulas arracimadas, los iconos de mosaicos dorados o las grandes figuras aladas de ángeles que rodean la cúpula en su interior. Sobre la iglesia, los recuerdos de uso como mezquita: los grandes medallones instalados por el sultán Abdülmecid o el mihrab que rompe la simetría ortogonal del resto del edificio para poder orientarse hacia la Meca dentro de un edificio que no lo está.












La mayoría de la gente que había se fue marchando y quedamos unos pocos afortunados tras el cierre de las puertas, disfrutando del momento en que la luz dorada del atardecer comienza su recorrido final, lamiendo las paredes de forma cada vez más oblicua. El gran espacio se sume en las sombras solamente rotas por estos estandartes de luz y el tenue brillo de las miles de candelas de las grandes lámparas que, traídas del saqueo de Budapest, cuelgan ahora de lo alto de la gran bóveda.



Es en esos momentos de penumbra y silencio cuando te puedes sentar en el suelo, sentir como tus pensamientos se desvanecen y simplemente vivir el momento presente, en paz.